UN AÑO

Llegó el día; como dice el dicho: no hay fecha que no llegue.  Un poco ¡bastante! esperaba que esta fecha no llegara, porque así no tendría que enfrentarle.  Hoy se cumple un año de la muerte de mi amado padre.  ¡Cuántas veces dejé de decirle que lo amaba! ¡Cuántas veces le causé enojos y tristezas!  No puedo sino esperar que las alegrías que le di hayan sido suficientes.  ¿Cuánto es suficiente?  No lo sabré hasta que no nos volvamos a encontrar por ahí, en el universo, en la inmensidad, en la eternidad.  Y si las grandes religiones del mundo están todas equivocadas y al acabar esta existencia no hay nada más, pues ni modo, pero sin importar lo que se crea, la ciencia ha demostrado que la energía se transforma, no se acaba.  Así uno sea el más pirujo de los pirujos, por lo menos se tiene la certeza que la energía -vital- no muere, sino se trasforma. Ya no tendrá esta cara o este cuerpo, ya no tendrá nombre ni forma, solo será parte del todo nuevamente.  Tal vez hasta de una mejor forma, no tan egoísta como lo es la existencia humana.

Ha pasado un año desde ese viernes por la mañana en que el doctor que operaría a mi papá me dijo que no llegó a la operación; que en la madrugada había dejado este mundo.  En mi mente regresé 35 años y vi como si fuera ese mismo momento, el otro momento más duro de mi vida; para mi desazón, recuerdo con perfecta lucidez el momento cuando mi papá, armándose de todos los huevos del mundo, salió al estacionamiento del hospital Herrera Llerandi a darme la noticia que mi mamá había muerto. Tenía yo 7 años.  Me dolió de una manera indescriptible, ustedes se imaginarán, pero lo que recuerdo no es eso; lo que nunca olvidaré fue ver el dolor que él sentía al haber pedido al amor de su vida y tener que mostrar algo de entereza ante su pequeño hijo luego de darle la notica más terrible que un niño puede recibir en su vida.  Desde entonces, mi amado padre se dedicó a mí, me crió y me cuidó.  A pesar de que lo tuve 42 años de mi vida, hoy me parecen muy pocos.  Lo extraño mucho.

Sin embargo, este no es un escrito que pretenda arrancar lágrimas; hoy, por más difícil que sea para mí, tengo que armarme de los mismos huevos que tuvo mi viejo toda su vida para criar solo a un mocoso como yo.  Debo festejar su vida, no lamentar su muerte.

Su vida, todos los que me leen -gracias a él, sin duda- la conocen a través de sus casi 75 años de periodista.  Periodista controvertido, periodista polémico, le llamaron.  ¿Acaso hay de algún periodista notable que no lo sea?  Creo que el mejor adjetivo para un periodista que se precie de hacer su trabajo, guste o no, es controvertido o polémico. Los dos, ¡cuanto mejor!

Se peleó con cientos de personas; ¡bien por él!  En mi zona de confort, siempre le critiqué que fuera tan peleón; en mi joven y estúpida ambición, en el fondo, siempre quise que estuviera cerca del poder. Para mi desencanto, mi viejo tenía una habilidad innata para pelearse con el poder y los poderosos.  Innata, pero cultivada a través de los años y años de periodismo.  Y no como ahora hacen los periodistas que se atreven a decir cualquier cosa a quien sea -sea cierta o no- sino entonces, cuando no se sabía si luego del programa de radio pasarían ametrallando la casa o el carro -como más de una vez le pasó- o las múltiples veces que lo encarcelaron sin más que por el deseo de algún acomplejado o de una “autoridá”; pijaceadas, exiliadas y demás oprobios que hoy son, gracias a Dios, casi impensables en Guatemala.  El peligro no ha desaparecido, pero ciertamente no es el que corrió mi papá en aquellos años.  Vivió tantos años como lo hizo, como lo hizo Clemente Marroquín o David Vela, solo por la gracia de Dios, no se me ocurre otra razón.

Jorge Palmieri, mi viejo, vivió la vida como quiso.  Tal vez, como todos nosotros, hubiese querido hacer más:  más dinero, más fama y más reconocimiento.  Por el contrario, me consta que, sobre todo en sus últimos años, el dinero que pudo haber hecho lo gastaba gustoso atendiendo a amigos -y a algunos enemigos también- recibiendo con excelente comida y bebida a todo quien se dejase invitar.  En este país en el digno reconocimiento es escaso; los periodistas ejercen hoy su profesión libremente parados en los hombros de gigantes, entre los cuales, por supuesto, coloco a mi viejo.  ¡Vaya si no sabré de las traiciones e injusticias que sufrió mi viejo!  Pero si él no las desveló, no me corresponde a mi hacerlo.  Ellos y ellas,  lo sabrán y, sobre todo, deberán saber que yo también lo sé y sé lo que en su ausencia se han atrevido a decir de él.  Como dije al inicio de este blog, no hay fecha que no llegue.

Hoy se cierra un ciclo; una simple vuelta de esta roca errante que llamamos planeta tierra, alrededor de una bola gigante -para nosotros- de gas incandescente.  Justo por estos días me compartieron por redes sociales una animación del sistema solar y del universo; en ella se puede evidenciar lo ínfimo que somos en la inmensidad.  Para el infinito la vueltecita de esta piedrita alrededor de ese puntito brillante significa los mismo que nada.  Para nosotros es todo un año y en este caso, para mí, significa un larguísimo año.  Un año en el que a puro pencazo ese universo me ha dado unas buenas lecciones de quienes son los amigos y quienes no; quienes a pesar de llevar el mismo apellido, no son familia.  Triste. Ahora que ya no está mi viejo, muchos ya no tienen la “necesidad” de mostrarse afables conmigo como lo hicieron mientras él vivía.  Ni modo. El desubicado era yo, no ellos. Eso si, han relucido y sobresalido los verdaderos amigos, esos que Shakespeare recomienda en Hamlet afianzar al alma con garfios de acero. 

Estoy agradecido con todos ellos -y ellas, pues- por toda la atención y cariño, aunque fuese pasajero, que le mostraron a mi papá y que le hicieron su vida tan agradable. 

Luego de este año, larguísimo para mí, pero a la vez tan corto -no se si me explico- que siento que he pasado como bajo el agua, como cuando uno recibe un gran golpe luego de una caída y percibe los sonidos disminuidos, las imágenes borrosas, así es como yo ahora recuerdo lo que ha transcurrido este año, agradezco a Dios haberme dado el padre que tuve.  

Hoy, en el primer aniversario de su muerte, podré cumplir su última voluntad.  No será fácil dejarlo ir, pero al fin y al cabo que él ya no está en materia, no está en restos mortales.  Esté donde esté, su energía me acompaña.  Aunque no lo tenga para abrazarle, siempre lo tengo conmigo, solo basta con pensar en él y todos los momentos que pasamos juntos. 

Termino este escrito con una cita que él, mi querido papá, escribió en su blog hace 10 años.  Reproduzco textualmente lo que escribió, que me consta que representa lo que sentía. 

Todos sabemos que la muerte es inevitable en cualquier momento, como expresó el poeta británico del romanticismo John Keats (1795-1821) cuando sintió que estaba cerca la sombra de su muerte y escribió sus poemas más importantes y dijo que “la vida es un día”. En lo que coincide mi querido amigo Maynor Palacios Guerra que dice que la vida es un rato.  Keats murió de tuberculosis  como su madre, a la temprana edad de 27 años y está enterrado en un cementerio protestante en Roma, en cuya lápida dice a petición suya: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua”.

El gran poeta mexicano Juan de Dios Peza (1852-1910) escribió constantemente acerca de la muerte, y en una de las estrofas de su poema titulado “Post Umbra” dijo lo siguiente: “Pronto voy a morir; esa es mi suerte; //¿quién se opone a las leyes del destino?”

En efecto, nadie escapa de la muerte. Creo que, si hubiese en el mercado alguna pastilla para evitar la muerte, muchos millonarios la habrían comprado, aunque, como ocurre siempre, los pobres no la podríamos comprar. Además, no estoy seguro de que habría muchas personas que quisieran comprarla porque llega un momento en el que uno tiene que darse por satisfecho y desea descansar o experimentar lo que sea que viene después de la vida, porque si ésta ha sido una formidable aventura, la muerte tendrá que ser una etapa aún mejor, puesto que dicen que es el premio o el castigo por la vida.

Con el debido respeto que me merece, hago mías las palabras del insigne poeta mexicano Amado Nervo (1870-1919), cuyo verdadero nombre era Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz, en su poema ¨En Paz¨, en el cual dijo “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida, // porque nunca me diste ni esperanza fallida, // ni trabajos injustos, ni pena inmerecida; // porque veo al final de mi rudo camino // que yo fui el arquitecto de mi propio destino; // que si extraje las mieles o la hiel de las cosas, // fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas: // cuando planté rosales, coseché siempre rosas. // …Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno: // ¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno! // Hallé sin duda largas las noches de mis penas; // mas no me prometiste tan sólo noches buenas; // y en cambio tuve algunas santamente serenas… // Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. // ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”.

Estas mismas palabras me permito tomar de Amado Nervo: “¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”.

Te extraño mucho y te agradezco infinitamente todo lo que me diste; vida, educación, sustento, pero sobre todo amor.   Gracias papi.   ¡Te amo!

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