3 HISTORIAS DE HORROR

Este blog, sin duda, me generará más odio y rechazo que apoyos, pero al fin y al cabo se trata de decir las cosas, aunque sean incómodas, para generar reflexión. Por lo menos eso es lo que trato de hacer.  Este blog hará que de un lado me acusen de ser tibio y del otro, también.  La capacidad de genuina reflexión y de poder hablar de temas incómodos sin que eso provoque que extremistas lo tilden a uno como sedicioso o no sé que otros cuentos, cada día es menor y hace que las salidas pacíficas (negociadas, aunque el término pude sonar a transa) desaparezcan minuto a minuto. 

Hoy les traigo 3 historias de horror que son bienvenidos a interpretar como plazcan; mi intención es, como ya dije, generar reflexión y, con suerte, evitar desastres.  Aclaro que las tres son historias verídicas; a petición de los participantes sus nombres han sido cambiados u omitidos, pero por respeto a mis lectores, el resto es contado como ocurrió.

 

 

El problema del candidato

 Hace unos días, un candidato en las elecciones pasadas, en actividad permitida a la luz de la Ley Electoral y de Partidos Políticos, y que tiene reuniones de orden particular para conversar sobre su óptica de los asuntos públicos y sobre el futuro de nuestro país, tuvo una de esas reuniones con un importante grupo de empresarios que, en teoría, también se encuentran preocupados por el futuro de la nación.  El candidato -a quien llamaremos Eduardo- se presentó puntualmente a la cita que se había acordado en la sede de ese importante grupo empresarial; mientras él entraba al recinto, salía una persona que no conocía y que recién había terminado una audiencia con los empresarios.  Al entrar, Eduardo vio a quienes estaban en el salón de sesiones revisar un documento y conversar entre ellos acerca de él. Eduardo no sabía de qué se trataba.

Luego de los saludos y cortesías iniciales, Eduardo procede a contarles su experiencia luego de recorrer el país y tener reuniones con cientos o miles de personas que representan un número mucho mayor de individuos en las comunidades más remotas del país, así como en áreas urbanas; los lideres comunitarios, como se les conoce.  Eduardo les cuenta a los atentos empresarios cómo, invariablemente, lo que él ha podido observar y escuchar una y otra vez, es que la situación de la gente es precaria.  Aunque pareciese que no, las noticias de la capital y por las cuales todos los días discutimos en redes sociales, llegan al interior y más que eso, es donde se vive, día a día, los efectos de falta de atención a sus necesidades más básicas.  La precariedad en todo ámbito: falta de seguridad, falta de medicinas, escasa o nula educación, escasa o nula salubridad o agua potable, la falta de oportunidades (empleo) y un largo etcétera es atribuida a un “sistema” que no les responde, que no les sirve.  Ante ello, una candidata aviva el fuego que ya existe en las mentes y corazones del pueblo, y le pone nombre y apellido al asunto; según la candidata, la culpa es de “los blancos”, de “los ladinos” de “los ricos” o del grupo élite que se quiera.  Cualquiera que no sean ellos, una mayoría que está, más que angustiada, está desesperada.

Así, Eduardo les contó aquello y con semblante preocupado, al terminar su alocución, los empresarios le dicen:

-Ese señor que salió cuando usted entraba está contratado por nosotros para hacer mediciones que nos sirven para tomar decisiones y lo que usted nos vino a contar empírica y anecdóticamente, él nos lo contó, tal cual, con números y cifras, así que le agradecemos mucho que nos ponga al tanto y que con su experiencia confirmemos los números de nuestro asesor. 

Eduardo, por un instante, sintió esperanza en que, ante la confirmación de aquello, los empresarios tomasen conciencia y las medidas para ir modificando esa realidad que poco a poco empuja a una enorme mayoría hacia el populismo y, por qué no decirlo, hacia el socialismo que promete maravillas y que, a lo largo de América, tarde o temprano, solo trae autoritarismo y más más pobreza.  

No tardó mucho en que su esperanza se desmoronara, cuando uno de los empresarios le dice:

-Ah, menudo problema el que tiene usted, ¿verdad?

El empresario se refería a que en las próximas elecciones será Eduardo uno de quienes compitan contra la candidata populista que ha ganado terreno a enormes zancadas y que, por la expresión de los empresarios, pareciera un problema ajeno de ellos; en todo caso, solo afecta a “otros”, parece que creen.

Eduardo no pudo contenerse y replicó:

– ¿Yo?  

Dijo algo mosqueado

– ¡El problema no es mío, sino de todos!  Si esa candidata que, según sus propios números llega a ganar, no serán mis negocios, sino los suyos, sus industrias y sus fincas las que expropiarán, como ha sucedido en Venezuela, en Bolivia, ya no digamos en Cuba.  Y si eso sucede, como ha sucedido en aquellos países, la mala administración de burócratas hará que esas empresas y esas fincas quiebren más pronto que tarde y de nuevo, el pueblo, estará igual de jodido que ahora.  Así que el problema no es mío, señores, sino de todos.

Eduardo asumió que no les gustó escuchar aquello; yo creo que tiene razón.

 

 

El abogado que perdió la fe en la Ley

 Un amigo mío, compañero de colegio y abogado desde hace ya buenos años, me confesó que había perdido la esperanza en que en Guatemala pudiese haber un cambio -para bien, obvio- a través de vías democráticas e institucionales.  Me dejó helado.

Mi amigo, Juan Carlos (nombre ficticio) ciertamente no es lo que en la jerga tuitera se llame “facho”, para nada, pero tampoco es su antítesis, un chairo.  Juan Carlos viene de una familia notable, clase media tirando pa’rriba; un abuelo incluso fue fundador de una de las prominentes cámaras empresariales.  Viniendo de alguien como él, con quien tenemos buenas y a veces acaloradas, pero siempre respetuosas discusiones, me pareció muy preocupante. 

Leer en redes a patojos que francamente no saben lo que dicen, o a personas mayores que todavía romantizan a la sanguinaria insurgencia que lo que este país necesita es una revolución, pues preocupa mas no extraña, pero viniendo de un hombre de leyes, independientemente de su posición socioeconómica, es muy, pero muy preocupante. 

En la conversación que tuvimos, argumentó con bastante sensatez el por qué creía que no es posible una salida legal y/o democrática a la situación que atraviesan millones de chapines y que tiene a este bello país en un constante estado de crisis, por una o por varias causas.  Para él, han dejado de funcionar los mecanismos constitucionales y legales de control del poder que, se quiera aceptar o no, han ido tomando estructuras que más que velar por el interés general, buscan lucro personal a través de cuanto chanchullo puedan idear.  Por donde yo le sugería una salida, él argumentaba por qué creía que no sería posible.  Discutimos varios minutos y, aunque no quedé convencido de su visión fatalista, si quedé preocupado, porque no dejaba de tener razón en algunos de los puntos. 

Que un par de amigos discutan la situación no es preocupante, pero sí lo es que uno de ellos, de la misma extracción social que el otro, hombre de leyes, claudique y acepte -muy a su pesar, aclaro- que no haya vía legal para salir del atolladero.  Su trabajo lo lleva a los lugares más recónditos del país y lo que ve a diario le fortalece su creencia. 

Juan Carlos puede haber estado pasando una crisis existencial provocada por quien sabe qué o cuántas cosas, de esas que a todos nos preocupan a diario, sobre todo en esta “época de pandemia”, pero crisis o no, no deja de tener algo de razón y, como he dicho, eso es muy preocupante.

 

 

La señora que ahora extraña a la Cicig

(Para empezar a contar esta historia, copio al gran Paco Pérez de Antón en el inicio de un su ensayo que me gusta mucho; lo hago con admiración).

 

Una amiga muy querida con la que comparto secretos, vino, sístoles, tertulias, albas y puestas de sol, me decía el otro día, muy a mi asombro, que ¡ah malaya! la Cicig, porque los niveles de corrupción eran terribles. 

Luego de tragar saliva y salir del asombro -ese que provoca luego de escuchar algo de alguien que no se esperaba que lo dijese- le pregunté por qué.

-Es que cada vez que me meto a ver noticias siempre es lo mismo.  Que este ministro se huevió -sus palabras, no las mías- tantos millones, o que el diputado este o el otro hizo un clavo con unas mujeres, y ahora lo peor, es que se hueviaron el dinero de las vacunas.  ¡Ya no se puede!

Traté de irle explicando algunas cosas, como que los medios, por lo general exageran las notas o que el no tener contexto -como le sucede a ella- hace que se pueda creer cualquier cosa que se lee.  Cuando, además, me dijo que mucha de su información la obtenía en Facebook, me tranquilizó un poco, porque en redes sociales la información, si no se corrobora, usualmente es falsa.  Le expliqué algo que ya le había explicado y que ella había entendido, de cómo la ex comisión, sobre todo su último comisionado, había atropellado los derechos de muchos de los procesados, había cometido abusos y que lo peor es que lo hicieron bajo el argumento de hacer cumplir la Ley.  Le expliqué que lo peor que le puede pasar a un sistema de justicia es que, en aras de hacer justicia, se viole la Ley, y que eso es justamente lo que había hecho el último comisionado. 

Le expliqué también que, aunque el asunto apesta, no es que “se hayan hueviado” el dinero de las vacunas, sino que, por estupidez probablemente, se había negociado muy, pero muy mal el suministro y que, aunque tarde, el gobierno estaba tratando de salvar la cosa, renegociando y exigiendo que se suministre con más eficacia, o se devuelva el dinero.  Poco sirvieron mis argumentos, porque lo que mi querida amiga tenía no era una idea, era una sensación.  Sensación que está en el corazón de muchos guatemaltecos, hay que decirlo.

Que mi querida amiga me haya dicho que qué lástima que ya no estuviera la Cicig acá me dejó de una pieza, porque ella, años atrás ella misma se convenció de la cochinada que llegó a ser la comisión y del comportamiento megalómano y mesiánico de su último comisionado.  Que ahora ella dijera que lástima que ya no esté acá la Cicig porque entonces los funcionarios creen que pueden hacer lo que quieran, me dio mucho en qué pensar.  Me dio en qué pensar, porque no era la primera vez que lo escuchaba de alguien que antes se había opuesto a los abusos de la Cicig. 

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Ahí tienen, pues, tres historias de horror que a mí me han dado de qué pensar mucho estos últimos días.  Tal vez motivado por ello, hice una “encuesta” en Twitter, de esas que no tienen trascendencia ni representatividad, mucho menos rigor científico, pero cuando menos son el resultado de lo que opinan cuentas que uno espera que sean reales.  Lo que pregunté es simple: Este país, ¿funciona? De poco más de 250 respuestas, el 72% dijo que no.  Insisto, no sé quienes votaron o si el resultado está alterado por netcenters, pero debe decir que no me sorprende que una gran mayoría haya opinado que este país no funciona.  ¿Y es que cómo no? si las cifras de desnutrición infantil son desgarradoras, las cifras de desempleo y niveles de pobreza y pobreza extrema son de horror.  Este país -el Estado, vale- de la manera en que actualmente funciona, no provee satisfactores a una enorme mayoría de guatemaltecos y aunque la esperanza es lo último que se pierde -dicen- muchos ya están desesperanzados y, como pudieron leer, ya no se trata solamente de los más jodidos, o de los más marginados; ahora y cada vez más y más personas de estratos socioeconómicos medios están perdiendo la esperanza en que exista una salida legal o que, como vamos, este “sistema” pueda algún día, ir satisfaciendo las expectativas de la mayoría de su población. 

Por mi parte, estoy convencido de que, de seguir así la cosa, movida por la desesperanza, esa mayoría decidirá que hay que botar al sistema; lo peor es que las opciones electorales que tienen ese discurso son mucho peores.  Todavía estamos a tiempo, como sociedad, para enderezar el rumbo y alejarnos de las opciones populistas.  Ojalá decidamos hacer algo. Ya.

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