REFLEXIONES LUEGO DE UN VIAJE (1)

Cualquier tiempo pasado fue mejor ¿o no?

“El tiempo es inexorable” o, como escuché varias veces decir al gratamente recordado Abdón Rodríguez Zea: “la vida es como un helado, chupe o no chupe, se acaba”.  No se si la frase es de él, ¡pero es genial!  Sea que usted se identifique con la primera o con la segunda frase, el hecho es que el tiempo no se detiene y con su paso, las cosas cambian para bien o para mal, tanto objetiva como subjetivamente.  Yo pude comprobarlo la semana recién pasada, luego de un viaje que hice con mi familia a la majestuosa y querida Ciudad de México (antiguo Distrito Federal) en donde viví mis primeros años escolares y donde dejé parte de mi corazón, pues allí viví los mejores años con mis difuntos padres y mi hermano Rodrigo.  De allí es de donde son la gran mayoría de mis primeras memorias y de las más entrañables. Esa vez, no fui como hijo, sino como esposo y como padre.  Los roles han cambiado.  Por una parte, me da un enorme placer poder enseñarle a mi familia -esposa e hijo- el México de mis amores, pero por otra siento una gran tristeza -nostalgia- por el rol que he perdido y que nunca más recuperaré, el de hijo.  Yo conocí y viví el México que mi padre me enseñó; no necesariamente el que él vivió, porque aquel era más chico, más compacto.  El México que mi papá conoció y vivió es el de las estrellas de la época de oro del cine mexicano, pero también el de la “época de oro” de los gobiernos del PRI, de la dictadura perfecta.  Yo estudié en el prestigioso Instituto Cumbres, centro educativo de Los Legionarios de Cristo, orden católica conservadora -algo se me pegó, pero lo he ido dejando lentamente- que educa a los hijos de muchos potentados mexicanos; los “mireyes” como se les conoce.  Está de más decir que gracias a Dios, dejé ese ámbito, porque definitivamente no era el mío e inevitablemente me habría topado con la cruda realidad que yo nunca fui hijo de millonario y tendré que trabajar toda mi vida para pode vivir decorosamente.  Nada malo en ello, pero ciertamente no es aquello que fugazmente experimenté. 

Desde que viví y estudié allá, las cosas han ido cambiando; a veces vertiginosamente y a veces no tan rápido; el PRI dejó de gobernar por dos sexenios consecutivos.  Peña Nieto “recuperó” la presidencia para el PRI, pero al hacerlo, sin duda la habrá de perder para su partido por un sexenio -si no es que más-. Pero México ha cambiado en otras cosas, y el mundo no digamos.  El cambio de México lo he podido ir viendo con periodicidad, pues siempre regreso a ese gran país y aunque no salgo mucho de mi zona de confort, los cambios son sensibles.  Más allá de las cosas de forma, como la desaparición de este u otro restorán de antología, o la muerte de queridos amigos y personajes de la sociedad mexicana, hay cambios -allá, acá y en todos lados- que a veces pasan imperceptibles pero que son meritorios de ponerle atención. 

Hago todas estas referencias a México, pero durante mi estancia allá, acá en Guatemala pasaban cosas trascendentales que, a pesar de las diferencias, me hicieron reflexionar. 

Recordé, por ejemplo, una estrofa del verso del político, militar y escritor castellano Jorge Manrique: “Cualquier tiempo pasado fue mejor” del poema “Coplas por la muerte de su padre” (grandes coincidencias, pues el padre del poeta murió un 11 de noviembre, fecha en la que nació el mío). No se puede decir que, allá en México o acá en Guatemala, cualquier tiempo fue mejor.  ¡Definitivamente no!  Hemos avanzado, a veces vertiginosamente, a veces más lentamente, hacia estadios mejores que los anteriores.  Antes, por ejemplo, cualquier crítica al poder establecido -legal o real- hubiese tenido terribles consecuencias.  En México se acusó durante décadas a Televisa de ser los voceros no oficiales de los regímenes priistas y no cumplir a cabalidad su función de informar a la población objetivamente, mucho menos criticar los abusos de poder de los políticos. En Guatemala, criticar al gobierno de turno es pan nuestro de cada día.  Pero más allá de eso, ahora criticar a los poderes reales -al gran capital mercantilista, por ejemplo- ya no solo no es tabú, sino incluso el no hacerlo es evidencia de servilismo (connotados periodistas se han evidenciado esta semana recién pasada, precisamente).  El periodismo en Guatemala, como lo conoció César Brañas, Clemente Marroquín o David Vela ha avanzado muchísimo.  Ellos ciertamente fueron contestatarios en su momento, pero también tuvieron que saber cuando callar, por eso de preservar la propia vida, imagino.

Hemos avanzado y lo hemos hecho a costas de la sangre de muchos guatemaltecos.  Quien no lo vea es un inconsciente.  Sin embargo, pretender que hoy acá sea como en otros lados -otras sociedades con otros procesos y otra historia- también es ingenuo.  El tiempo-espacio estudiado por Einstein no puede ser violentado; hacerlo -según muchísimas historias de ciencia ficción- inevitablemente arrastra consecuencias indeseables. 

El México que pude experimentar en este viaje es mucho mejor que el de antes en muchos aspectos; la sociedad es más abierta y poco a poco la roca del estatismo de “la dictadura perfecta” se ha ido disolviendo en la solución de la globalización.  La prensa ciertamente ya no puede ser señalada de servil, pues no hay día de Dios que no le saquen sus trapitos al Presidente Peña Nieto -y por estos días a los candidatos presidenciales-.  Hay grandes áreas que han sido demolidas para construir enormes y modernos edificios; algunas de las anteriores construcciones habían sufrido daños por los constantes sismos y un par de terremotos, pero otras simplemente han sido adquiridas por grandes conglomerados para construir comerciales, departamentos y edificios de oficinas -el billonario Carlos Slim es uno de ellos-. Con ese desarrollo, la ciudad es más moderna, pero a la vez se han perdido construcciones bellas y antiguas. En las zonas de Polanco, Condesa o Anzures, por ejemplo, se han demolido construcciones incluso de la época del porfiriato; las antes bellas mansiones, ahora son edificios de departamentos para jóvenes ejecutivos.    

Guatemala no tuvo esas bellas y enormes casas como las de allá; acá las propiedades urbanas albergaban lindas casas, si, pero jamás con la grandeza de aquellas.  En la avenida de La Reforma de esta capital hubo varias e incluso algunas subsisten, pero poco a poco se van perdiendo como ha ocurrido allá, con la diferencia que acá no se construyen nuevos y modernos edificios de departamentos, sino son casi exclusivamente espacios para oficinas (la diferencia es, a mi juicio, la falta de una clase media joven con capacidad de pagar un alquiler, ya no digamos comprar un departamento)

En la Ciudad de México -como se llama ahora, ya no Distrito Federal- los lugares para comer y divertirse aparecen como hongos, por las zonas que mencioné, pero pocos subsisten más allá de su “boom” inicial.   Los lugares de antología son tan concurridos como antes.  El Churchill, el Danubio, el Cardenal y Champs Elysee, por ejemplo, permanecen incólumes; lo viejo y lo nuevo existe simultáneamente sin perturbarse uno al otro.  Como debe ser.  En México, uno tiene que tener muy mala suerte para comer mal, eso se los garantizo. 

Gocé este viaje, en el que tuve nuevas impresiones e hice algunas reflexiones como las que he mencionado.  Mientras estuve allá, acá también cambiaron algunas cosas, unas para mejor, otras no tanto.  Compartiré mis opiniones sobre ello en próximas publicaciones.

¿Mejor, cualquier tiempo pasado? No lo se, pero ser sensible a los cambios de los tiempos es indispensable para sobrevivir, tanto acá, como allá.  Resiliencia si, gatopardismo no.  Imprescindible conocer la diferencia, para las élites que por estos días pasan tribulaciones, pero sobre todo para nosotros, los ciudadanos que tenemos que estar atentos para que no se escurran por las grietas de la historia sin enfrentar sus fechorías.  Acá y allá. 

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